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Un pregón al Cristo de Chircales en forma de Romance


Fotografía de Juan Antonio Cabrera Facebook 'Valdepeñas de Jaén en color'.

Seguimos con nuestro repaso a los pregones que se han realizado con motivo de la celebración de la romería en honor al Santísimo Cristo de Chircales, esa fiesta que volveremos a celebrar como a todos nos gusta tan pronto como esta situación mejore.


Por ahora, esperamos que este repaso os haga echar vuestra vista atrás y recordar esos buenos momentos. En esta ocasión, vamos a recordar el pregón realizado por Juan Carlos García Lombardo en la romería de 1992.


Juan Carlos comenzaba su discurso agradeciendo “el honor y la confianza” de la Cofradía por escogerle a él para realizar este pregón y recordaba a sus dos predecesores, de quienes alababa sus discursos. “Ambos son inmejorables y supongo el deleite que debió conllevar su exposición.



Foto de Juan Infante publicada en la crónica de Lugia.

“Una vez aceptada la misión, decidí venir a Valdepeñas con la intención de ambientarme en la soledad de los parajes, de recordar mis viejas vivencias y de sentir de nuevo el aire serrano de vuestra tierra. Volver a recorrer con paso lento ese camino que muere en la ermita produjo en mí una emoción solo contenida por el júbilo de recrearme en tantos sonidos afables, en tanta paz mística y en el verdor incontestado de las cañadas y desfiladeros que custodian la senda”, explicaba.


Juan Carlos pronunció su pregón de una forma diferente, hermosa, en forma de romance. Lo tituló “Leyenda del Cristo de Chircales” y, aunque un poco largo, nos parece oportuno reproducirlo tal cual:


I

Hay un crepúsculo apagado, escoltado de nubes camperas que asoman su dulce faz a la sinuosidad de una tierra. Tierra malva, verde y gris, herida por mil zanjas de bruscos declivios insinuantes ante la recortada ribera del río de ancho cauce acaparador de las dádivas que ansiosas de amor discurren por las laderas.


Río Víboras, río agreste que hoy entre bruma despierta en este lento amanecer de la antaño fría primavera. El ajetreo se hace presente en cada casita blanca, en cada nido de jilguero que adorna las floridas ramas de los árboles del pueblo.


Yes que ya tocan diana y los gallos sacan pecho. Y Valdepeñas se despereza como se abre un lindo joyero. Las manos de bregar, hartas; las de artesanos, heladores, pastores y las de mujeres, de lágrimas rotas. Mas hoy, también habrá tajo en este año de gloria para tanto corazón noble.


II

El ganado fuera de la corraliza, camino del cardenillo del prado, donde absorber la esencia de la ya inerte pasión de las generaciones antiguas. Y el pastor de rostro enjuto, con su flexa vara y su zurrón al hombro, abriendo sendas y veredas con su fiel perro y con su hijo en busca de la tierra apacienta. El niño, de ojos dichosos y de rostro angelical, pregunta asombrado al padre por el olor de la alhucema, del ajoporro, del tomillo, del hinojo. Por el nido de la lavandera y el rumor cadente del río.


Después, entre pitidos y garganta vocera, la vigilia por el ganado, comida y reparadora siesta. La jornada va transcurriendo como una débil pincelada en el cuadro de la vida. Y el ocaso asoma su cara cuajando de ocre los cielos. Y Valdepeñas en lontananza de aroma a leña repleto.


Hoy la noche será acampada al abrigo de verdes chaparros, de coscojas y rocas negras. Esta noche cantará el ruiseñor y miles de estrellas fúlgidas besarán un paraselene lunar.


III

El niño con el padre se arrulla dichoso por la cumplida tarea y al duende del sueño espera tras la oración al Hacedor. Mas, cuando los párpados cierran, un haz de luces refulgentes, diáfano el firmamento cruza. Y el corazón que palpita loco y la voz que se atranca en la pequeña garganta.

El padre no reacciona, perdido en su sueño dorado y la luz citando tentadora al pastorcillo, aún asustado. Reflejos de oro púrpura y almendros de cristal opaco pintan la tierra de belleza en la noche de Valdepeñas. Luz que asienta entre piedras, en la mullida oquedad, a la vera de la fuente grosera donde se oye agua cantar.


Y los eucaliptos gloriosos alzan mirando al valle y al río. Donde su padre cobijo buscará en la dura noche helada. Allí, allí destella la luz; allí tiene su parada y nada alrededor alterado, como si fuera sólo el alma del pequeño pastor la que de gozo se engalanara. A ella dirige su paso entre la soledad nocturna y la paz que ya le domina.


IV

La cueva está en silencio, sólo roto por el goteo del agua que, cansina, llora al suelo desde la más alta bóveda. Allí dirige la vista el pastorcillo, y en una nube inmaculada, que levita entre peñas, observa una cruz de madera y un Cristo, apacible, sereno, conformado en sus heridas.


Las rodillas que se doblan y las manos que se juntan. La luz era el buen Dios, que quiso acordarse de esta tierra. El niño, en su bello éxtasis oye la palabra divina que santifica aquel lugar para toda generación venidera. Allí, se rendirá culto al Cristo de la cueva del agua, al bendito Cristo de Chircales.


V

La imagen se va con la brisa del primer soplo mañanero. El pastorcillo tiene una lágrima de puro cristal en su pecho. Y a su lado, un milagro más, su figura moldeada en barro, de rodillas, en el rezo de la paz. Con ella a cuestas, monte abajo, busca a su padre entre la hierba que el día despunta casi. Y hay que vocear la buena nueva.


Valdepeñas, pueblo piadoso, entero marcha a la cueva. Y traspasa los muros el candor que los hombres, sin ver nada, la presencia de Cristo, notan. La campana del pueblo repica, y el badajo, de júbilo tañe más fuerte que nunca.


Todos rodean al pastor, que lleva impresa en su cara la dicha de su visión. Él porta orgulloso su estatua. El regalo que un día velará a Dios.


VI

Y pasa la centuria rauda y la nueva simiente, que ya es eclosión de vida, recuerda la historia del pastor. Mas ya hay quien la cree fábula. La cueva es lugar de ermitaños. que en ella buscan morada y abrigo, en su mundo espiritual. Allí rezan los ascetas y recuerdan lo que ocurrió. Un día de prímura fresca acercóse un viejo pañero a beber de la límpida agua que, junto a la cueva, discurre; a la oquedad se adentra y una lágrima de cristal puro se detiene en su pecho, en su alma.


Comparte pan con los santos, y, al amanecer marcha. Con la primera luz del alba los ermitaños ven en la pared blanca el lienzo de un Cristo que revive la aparición divina de la que las piedras son testigo. Y junto al lienzo hay un aura que advera el sucedido.


La tradición oral que ya no para y la dicha en cada esquina que Valdepeñas está de gala. Y el amor por doquier se desparrama. Gente noble, humilde, santa disponen lo más oportuno para formar en cofradía y hacer una capilla sendera junto a la cueva. iPreciosa, bonita! y el tiempo que no se detiene, y el Cristo que se engalana en cada suave primavera, en cada hermosa romería y en cada óbolo tributario, prendido en la aquietada cueva.


Más llega el día especial de la dádiva esperada. El hijo, del hijo de la simiente, reposa en el lugar una figura, la de aquel pastor venturoso que un día tuvo la alegría de ver al Cristo más hermoso: El Cristo de Chircales, hijo de María. Allí descansa el pastorcillo y dicen que en la noche canta: "Gracias Dios mío, gracias, bendito Cristo de Chircales, hijo de María".




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